Roja es la sangre que nos une,
roja como las amapolas
que tiñen el trigal maduro
bajo un cielo calmo y sin olas.
Rojo el dolor que se derrama
hacia el fondo de un mar violento
sobre el que amenazan el odio
y el horror de las nubes blancas.
Rojos los pétalos deshechos
que el cierzo de inicios de marzo
estremece con su quebranto.
Rojas las voces que se callan,
testigos de la atrocidad,
sus silencios como guadañas.
Son los caprichos de un infante
los que deshilachan las flores.
«Me quiere, no me quiere». Hojas
muertas sin derecho a salvarse.
Mientras, los demás contemplamos
el cruel juego que se perfila,
de momento entre las espigas,
bajo un zafiro que se templa.
El viento sopla en el trigal
poblando de nubes el cielo.
Un viento implacable, molesto,
desalmado e irracional.
Un viento que agita fragmentos
de las amapolas sin vida,
rojos sus pétalos deshechos,
cada vez más ancha la herida.
Pablo Fernández de Salas
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