Y, sin más, estuve ahí,
rodeado de mis congéneres,
entre estallidos crueles de «piérdete»
y espontáneos latigazos de «quiéreme».
Todos juzgando, mas ninguno fue célebre.
Sí, yo estuve ahí.
Y me sofocó el contacto,
el continuo trajín a tino
con sus saludos, gritos, pitidos,
risas, reproches, consejos y avisos.
Sin causa, sin intención, sin compromiso;
mas siempre en contacto.
Y tanto pudo el agobio,
la presión de muros sin linde,
la frialdad de rejas invisibles,
el fantasma de acosos imposibles…
que empequeñecí, sintiéndome inservible.
¡Fue tanto el agobio!
Y deseé que acabara.
Proyectando mis pensamientos,
deshilaché las hebras del tiempo,
contribuyendo a expandir su sustento.
La vorágine destempló nuestros cuerpos.
Quise que acabara.
Y se me escapó el control.
Con la expansión desenfrenada
y mi apatía fuerte y lozana,
me abandoné a la pasión de las aguas,
cuya impetuosidad mis fuerzas drenaba,
perdido el control.
Y entonces me quedé solo.
En lo que dura un pestañeo
creció mi desdicha, sin remedio.
Vi mi esperanza inalcanzable, lejos.
Y, junto a ella, desapareció el miedo.
Y me quedé solo.
Y así avanza mi destino:
deambulando por el vacío
sin nada que me guíe. Perdido.
Solo. Un neutrino muerto de frío
que confecciona versos para sí mismo.
¡Ah… cruel mi destino!
Pablo Fernández de Salas
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