La vida consiste en un ciclo de reacciones químicas que encauzan, como un remolino, la energía útil procedente del sol y la dispersan en forma de calor. Y no solo del sol, también de otros flujos como el de los fluidos que salen a altas temperaturas (hasta cuatrocientos grados centígrados) de los confines más profundos de la Tierra. En el fondo de los océanos, allá donde la luz solar no se atreve a adentrarse, hay formas de vida que se nutren de sustancias inorgánicas disueltas en los flujos de las fumarolas suboceánicas; formas de vida que pertenecen a una cadena alimenticia que subsiste con total independencia de la luz solar. En cualquier caso, sea cual sea su chispa primigenia, la vida se encarga de hacer un cambio de energía hacia formas menos útiles, de acuerdo a lo esperado según la tercera ley de la termodinámica. De este modo, la vida comienza a partir de un flujo de energía (ya proceda de las fumarolas suboceánicas o del sol) del que toma su combustible para consumirlo, digerirlo y transformarlo en calor, y acaba con un frío silencio en equilibrio térmico con su entorno. Por este motivo me parece una curiosa metáfora la costumbre, en algunas culturas, de incinerar a los difuntos. Las cenizas resultantes son el inevitable final de una vida, pero eso no trasciende en el final del papel que esa antigua vida tiene dentro del ciclo. Por ejemplo, los incendios son una pieza importante en el desarrollo de las secuoyas, que ven fertilizado el suelo del que se alimentan gracias a las cenizas de otras especies vegetales.
Con un cariz un poco más humano, el siguiente soneto no solo toca el tema de la pérdida, sino también el de esa maravillosa capacidad que tiene la vida para reciclarse a sí misma.
Polvo y ceniza
En el jardín de mi casa campestre
hay un portal arraigado en el suelo,
un portal entre la tierra y el cielo
que los días bañan con su celestre.
Con largos dedos de vigor terrestre
toma prestada la lluvia que huelo,
transporta su esencia en un denso duelo
y transpira el alma en su piel silvestre.
Afuera, en el jardín de mi casa,
maduran los frutos en el portal,
nutridos del polvo de tu biomasa,
tu amor perenne, tu risa y tu sal.
Afuera, la brisa esparce tu brasa,
de la tierra al cielo, desde el nogal.
Pablo Fernández de Salas