Casi sin darnos cuenta construimos senderos de rutina a nuestro alrededor: el cambio de acera que retrasamos yendo al supermercado; el atajo a través del parque de camino hacia el metro; el rodeo que nos podríamos ahorrar si eligiéramos la avenida, pero que preferimos por el encanto de los edificios de la calle…
Estos senderos rutinarios se hacen especialmente patentes cuando abandonamos un lugar. Al mudarnos, los acostumbrados caminos regresan como espíritus en pena para habitar nuestros recuerdos. Con el tiempo aprendemos a ignorarlos, pero basta una visita casual a nuestro antiguo entorno para que sus voces vuelvan a nuestros oídos.
Sabedores de que pronto me iré, los espíritus de mis últimos años empiezan a embrujar mi memoria, a menudo guiando mis pasos en los actuales paseos antes de que mi rutina cambie. Me pregunto qué futuros hábitos los acompañarán, luchando por no ser olvidados.
Senderos de rutina
Mi cuerpo se pone en marcha en un mundo
de claroscuros;
un mundo merengue y cal, carbón frío,
hueso desnudo.
En las aceras, calles y caminos,
la purpurina
de cenizas de un vestido de novia
un rayo excita.
Sobre el blanco polvo y las negras joyas
de pedrería
avanzan mis pies, sin destino fijo,
con alegría.
Hacia el sur, llevados por la pendiente,
Gärdet traviesan.
Sandhamnsgatan abajo hasta pasar
junto al ochenta,
edificios a la izquierda, pradera
por la derecha.
Balcones de invierno, tejas con nieve,
troncos sin tejas.
La niebla compacta que el suelo cubre
pronto me atrapa.
Mis piernas me llevan, mas mi cerebro
nada les manda.
Es primavera de nuevo, verano,
otoño e invierno.
Las estaciones florecen al sol
de mis recuerdos.
Caballos pastando que ya no pastan,
la bicicleta;
los preparativos para un concierto,
picnics sin cesta.
Perros alocados olfateando
la nieve fresca.
Paseos para el discgolf, y paseos
de la pandemia.
Al acabar la llanura y sus prados
por Kaknästornet,
mis recuerdos pisan como acostumbran
suelo sin nombre:
un sendero que recorre una loma
llena de magia,
de gigantes densos y vigilantes
que todo callan.
La civilización rompe el embrujo
con su gris vara.
De nuevo caballos, luego una puerta
con un conjuro,
pues posa solitaria, indicando
que no son muros
los que sus verdes barrotes separan,
sino dos mundos.
Djurgårdsbrunnsbron al final de la calle
me está esperando,
y el ocasional café que es la vida
para mis manos.
El puente separa cuatro destinos
y dos orillas,
más una ruta secreta que solo
el hielo activa.
En esta intersección, en este punto,
aquí colapso:
la nube de memorias se despide
de los pasados.
Regresan el frío, y este presente
de claroscuros,
merengue, cal, carbón y negras joyas
en el que fluyo.
Pero no fluyo. No si no decido
cuál es mi rumbo.
En la encrucijada del puente pienso
qué hacer, y dudo.
Luego vuelvo a invocar a los recuerdos
y los escucho.
Tal vez el futuro cambie las voces
de los susurros,
pero estas voces alguna vez ya
fueron futuro.
Blanca es la nieve que el pasado cubre
bajo mis pies.
Hacia el oeste, el rumor de sus pasos
cruje otra vez.


Pablo Fernández de Salas