Existe un tipo de dolor muy particular que nos acompaña mientras caminamos. Nos pone difícil pensar en otra cosa, desconectar de sus punzadas y volver a sentir esa aburrida —pero siempre querida y muy echada de menos cuando no está— sensación de que nada nos molesta. Incansable, el dolor insiste en llamar la atención a cada paso. Aquí estoy, no te olvides de mí. Recuérdame. Recuérdame. Recuérdame. Con cada paso más intenso, con cada paso más abierta la herida. No hace muchos años era común echar mano al alcohol para tratar esta fuente de problemas; hoy en día creo que hay métodos menos abrasivos.
Este es un poema sobre ese dolor especial, un poema que tiene ya muchos años; de aquella época, cada vez más lejana, en la que estaba entrando en mi adolescencia. Pero el objeto de esta poesía sigue persiguiéndome con frecuencia y, siempre que lo hace, me acuerdo de cuando escribí estos versos. Hay dolores que nunca pasan de moda.
Todo por tu culpa
¡Oh, dolor!
Tú que acosas mis entrañas
y remueves mi interior,
bajo la piel me arañas.
¡Oh, pasión!
Pasión con que me corroes
todo, lleno de ilusión
y de abrasador roce.
¡Oh, canción!
Melodía de un grito,
grito de una maldición,
maldición con su maldito.
¡Oh, ardor!
Causado por el alcohol,
líquido aún no curador
de mi herida, ¡alcohol!
¡Oh, cabrón!
De mi dedo del pie, ¡sal!,
y no centres tu atención
en hacerme sufrir más.
¡Oh, adiós!
No protejas más mi corte,
que, en lugar de eso, vos
me hacéis caminar más torpe.
Pablo Fernández de Salas