La comunicación es una parte fundamental de nuestras vidas. Ser capaces de expresar lo que sentimos, lo que queremos, lo que hemos hecho… Sin comunicación, aislados de cualquier contacto con otros seres humanos, las personas nos convertimos en grises sombras de lo que podemos ser. No digo que no exista quien prefiera la soledad, pero en general somos más felices cuando podemos compartir nuestras vivencias y ser una parte activa de la conversación. Desafortunadamente, no todos disponemos de las mismas herramientas para comunicarnos, y a veces la vida misma nos priva de alguna sin ofrecernos la posibilidad de elegir. Pero eso no impide que exprimamos nuestros recursos y exploremos nuevas vías de expresión.
El medio de comunicación más habitual es la palabra, y su forma más común el habla a través de nuestras voces, reforzadas, tal vez, por los gestos de nuestras manos. Unos gestos que en ocasiones conforman en solitario las palabras. Unas palabras silentes que toman protagonismo cuando los sonidos sobran, pero las manos bastan.
Sobran los sonidos
Qué agradable es el silencio
que anda lleno de palabras;
qué agradables son sus besos,
qué agradable su mirada,
cuando se sienten sin miedo,
cuando se observa de gana.
Qué agradables esos gestos
de dos manos desatadas;
ese armónico paseo
de aquí a allá, sube y baja,
mientras describen un cuerpo,
mientras dibujan un alma.
Qué agradables son los dedos
tamizando la alborada
desde un cuartito pequeño
alumbrado por el alba,
por las ramas de un almendro
y una risa fuerte y clara.
Qué agradables son los versos
que componen con su danza.
Qué agradable es ese encuentro
que transcriben mientras bailan
para dos ojos atentos
a la mudez de su labia.
Afuera, varios jilgueros
la banda sonora cantan
para esa dicción sin eco,
sobre el almendro y su grada.
Dentro, dos perlas de cielo
escuchan con la mirada
el susurro en movimiento
de una voz viva y callada.
Las manos mueven los dedos,
una boca acostumbrada
a pronunciar en silencio
lo imposible a su garganta.
Las manos mueven los dedos
como danzarinas ramas,
ramas que imitan su aliento
alertas tras la ventana.
Las manos mueven los dedos
y orquestan con sus palabras
la risa de un compañero
para el que las manos bastan.
Pablo Fernández de Salas