Sin ser llamada, la melodía se desliza desde las profundidades del subconsciente, agitando neuronas y sinapsis a su paso. Los pensamientos armonizan con su tempo y, en cuestión de un instante, se sorprenden repitiendo la música, que reverbera de un confín a otro a través de la mente. La melodía se autoalimenta, alcanza un estado de resonancia y se hace omnipresente. Es una canción que nos gusta. Una canción que nos emociona. Pero también es una canción que cruza la frontera entre el amor y el odio cuando, al meternos en la cama, copa todos los niveles en los que suelen orbitar nuestros sueños.
Canción nocturna
Nota a nota, la música llega.
Primero es un eco en la distancia,
una melodía adormecida
que se levanta, desde la nada,
cual inesperada ventolera.
Las paredes de la casa vibran,
y vibran el suelo y las ventanas.
Vibran las sillas. Vibran las mesas.
Vibran las cuerdas de una guitarra,
presas de un himno que las domina.
Y, desde el seno de este temblor
con cadencias de origen divino,
salta la chispa, prende la métrica,
y prevalece el claro sonido
de unos compases sin parangón.
No hay vuelta atrás.
Del aire, las moléculas bailan;
del cuerpo, las células se agitan;
de la mente, las ideas cantan.
No hay vuelta atrás.
Al ritmo de una mágica letra
que difunde sus virales versos,
caen, uno a uno, los pensamientos.
La canción resuena en el cerebro,
todo blancas, negras y corcheas.
De pronto, las vibraciones cesan.
Al momento regresa la calma.
Unas chispas que se desvanecen;
un silencio que apenas se aclara;
un hechizo que alcanza su meta.
La casa parece respirar,
ajena al rumbo de la tormenta;
más tarde, desde la cama al techo,
dos ojos cansados la proyectan:
estribillos y puentes sin par.
Las paredes duermen como nunca:
un terciopelo sin alterarse.
Sin embargo, la canción persiste
y besa con tesón irritante,
sus labios fríos como la luna.
Pablo Fernández de Salas