Hay cierta magia en la luz de las farolas. La imagen de una calle solitaria, un parque abandonado o incluso la silueta de un árbol casi desnudo adquieren un tinte especial, melancólico y seductor a un tiempo. No transmite los mismos sentimientos el reflejo de ese resplandor afligido sobre las hojas de los árboles, sobre todo en otoño, que la claridad de un día soleado o incluso la monotonía de un cielo plomizo. El anaranjado resplandor de la farola convierte la escena en una obra de arte muy especial, pintando con su claroscuro una escena centrada en unos cuantos elementos solitarios. Esa magia, junto a las desventuras de los tiempos modernos, ha sido la que ha alimentado los versos del siguiente poema.
Un viento que pase
Miro a la oscuridad
aterciopelada que campa tras la ventana.
Y esa oscuridad,
como un solo ojo, me devuelve la mirada.
Mirada, ¡ay!, de esquivar imposible,
que engulle la única luz visible.
Suspiros de farola;
hojas de un árbol con su brillo roto
lanzando embrujos sobre los despojos;
un fantasma de otoño:
el reflejo de llantos amarillos
en espera de caer en sollozos.
El alma de unos ojos
que antes observaban un mundo verde,
ahora cubierto de cobres y rojos.
El tiempo echará de menos tu risa;
los días extrañarán tus viajes;
la noche, el chocar de tus bebidas,
y la humanidad, ponerse tu traje.
Tiembla la luz difusa,
acuoso espectro en las hojas del árbol,
como tiembla el ojo que la oscuridad captura.
Ahora que ya te has ido
mencionan tu nombre bocas y lenguas.
¿Para qué honrar al vivo
si puede esperarse hasta que se muera?
La oscuridad me tiene
preso de su locura,
atrapadas cordura
y confianza en sus dientes.
La oscuridad aprieta
hasta que ilusión sangra,
optimismo se espanta
y el ánimo se agrieta.
Vuela, esperanza, vuela,
y escapa de sus fauces.
Encuentra a Libertad, ruega que vuelva,
y que este virus sea un viento que pase.
Pablo Fernández de Salas