La parroquia de las montañas blancas

Ya está aquí la primavera, con su promesa de flores asomando entre la hierba y los primeros brotes abriéndose camino en las ramas desnudas de los árboles. Sin embargo, la oscuridad del invierno se resiste a abandonarnos del todo.

Al sur de Estocolmo, en la isla de Södermalm, hay una pequeña colina que asoma sobre los edificios. Su nombre es Vita Bergen, que se traduce como las Montañas Blancas. En ella se sitúa la parroquia de Sofía, que ofrece una vista monumental a quienes pasean a su alrededor, especialmente en las estaciones más verdes del año. Aunque en los últimos días el sol ha dominado el cielo, la vegetación sigue durmiendo, y algún que otro bloque de hielo se resiste a desaparecer, moteando de blanco un suelo marrón y apagado. Poco a poco, el calor de los días más largos irá devolviendo la vida a los parques, pero todavía está por ver si el verde traerá consigo ese símbolo de esperanza que tanto está faltando en el mundo.

Sofia kyrka

Los pájaros piando,
aves cuyos nombres yo desconozco
vestidas como el terreno en invierno,
paseando a su antojo…
plumas al viento revoloteando.

Árboles sin vestir
al calor de la puesta,
un calor que absorben mil caras suecas.
Los primeros brotes salen del barro
entre charcos de hielo,
hojas muertas y un gato.

La colina rezuma libertad,
tan costosa estos días,
alejada de la vida y su mar,
del mundo con sus ojos por encima.

Y ahí, tras el sol poniente, Sofía.

Desde el banco en el que mi mente calmo
observo su fachada,
el atardecer su perfil rozando,
su aureola sagrada.

Turquesas los picos que la coronan,
tocado el rostro con alto sombrero,
de los montes blancos reina y señora,
guardiana del terreno.

Su perdón los minutos me rechazan
cuando una pausa pido.
Marchita el sol y avanza,
llevando la vida hacia su destino.

Árboles sin vestir
adorando a Sofía,
pájaros que pían, pían y pían.
Como el terreno en invierno sus trajes,
un invierno que acaba…
mas el frío se resiste a marcharse.

El fuego de fondo, color granate;
al frente, Sofía nubla su cara.
Un atardecer teñido de sangre
que la noche cubre hasta la mañana.

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Pablo Fernández de Salas

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