Adoptar una dieta sana es, para muchos, una opción más difícil de lo que a otros les pueda parecer, y parte de esta dificultad está en nuestra propia cultura. No todo se basa en reducir el consumo de azúcares y de grasas, sino en aprender a disfrutar de la comida sin echar de menos los excesos. Tener el antojo de una buena ración de brócoli al horno debería sonarnos tan normal como cuando escuchamos a alguien decir que le apetece un helado. Pero ¿a quién no le resultaría raro expresar una preferencia tan poco acostumbrada a ser oída en boca de los demás? De un modo parecido, los motivos que nos llevan a cambiar nuestra alimentación no siempre están conectados con los beneficios que supone para nuestra propia salud, a pesar de que estos beneficios existan. Pero como no soy experto en alimentación, ni pretendo serlo, voy a dejar que el soneto hable por sí solo en su propia lengua; después de todo, hay muchas formas de interpretar la poesía.
Soneto a la comida
La última pieza se posa en la mesa
cubierta de luz fundida en la crema.
Los platos exhiben gloria suprema,
del entrante al postre todo es promesa:
crujiente, salado, romero y fresa.
Los sentidos bailan frente a este esquema,
salivan versos, huelen a poema,
y hacen cosquillas de mano traviesa.
Pero entonces se escucha a la razón:
«¿Y el qué dirán, tu cuerpo, tu figura,
tu peso, tu finura, tu bastión!»
… Lástima que estén a la misma altura
jueces de buena y mala reflexión
al juzgar el comer y su cultura.
Pablo Fernández de Salas