Mirar al cielo en una noche de luna nueva es una experiencia muy diferente si se vive en la ciudad o en un ambiente de campo. Cuando las condiciones meteorológicas lo permiten y la contaminación lumínica es escasa, se puede disfrutar de un panorama sobrecogedor al observar el cielo nocturno. Con la ausencia de la luz solar, el universo se abre ante nosotros y nos muestra sus secretos, algunos más antiguos que la propia humanidad.
Las estrellas parpadean envueltas en un manto oscuro, como si temblaran de frío. Pero la luz que nos llega abandonó su fuente hace mucho, mucho tiempo, entre poco más de cuatro años y unos once mil seiscientos años aproximadamente, según si procede de la estrella más cercana a la Tierra (Próxima Centauri) o de la más lejana que podemos ver a simple vista (Rho Cassiopeiae, situada en la constelación de Casiopea). Más difícil de localizar, pero aún no imposible de ver con el ojo humano desnudo, encontramos la galaxia Andrómeda, a nada menos que dos millones y medio de años luz de distancia (es decir, la imagen que apreciamos del gigante astrofísico ha viajado a través del espacio durante dos millones y medio de años antes de alcanzar el planeta Tierra).
Nosotros también vivimos en una galaxia, la Vía Láctea, un conjunto de cientos de miles de millones de estrellas entre las que se encuentran el Sol, Próxima Centauri y Rho Cassiopeiae arriba mencionadas. El disco estelar de nuestra galaxia es visible en el cielo nocturno como un pálido camino que divide el espacio. Pero, ¿cómo se verán sus estrellas, mientras se desangran emitiendo fotones, desde una distancia más lejana como la que nos separa de Andrómeda?
Vía Láctea
Del espacio en un punto
sin cabida en los mapas
surge un gigante hermoso
que en la negrura vaga.
La memoria difuminan los años
que este coloso carga.
Rodeado de oscuridad él baila
a través del vacío.
Los astros con su giro
al vuelo alzan su falda.
Gira, gira y repite mientras danza.
Un rostro en espiral
de mil pecas, y mil más, y mil veces
otras tantas. Burbujas de cristal.
En sus entrañas, peces
de fuego, de fuego, de fuego…
Al morir, explosiones de silencio.
Baila rodeado de oscuridad;
de oscuridad rodeado, él baila.
Su denso corazón late al bailar
y brilla con la sangre que derrama:
fotones excitados
que de su cuerpo escapan.
Escapan de su cuerpo
fotones excitados;
su corazón late, denso, cansado.
Hay algo que lo consume por dentro,
sin pausa, con voracidad eterna,
y lo distrae mientras baila y sueña.
Un instinto aún más íntimo y secreto;
más negro y más opaco;
que el halo de misterio
que acompaña sus pasos.
Rodeado de oscuridad él baila
surcando el infinito,
con el corazón cansado del ritmo.
Mas baila, baila y baila
con su manto de estrellas
blancas. Lechoso manto;
el mismo que la noche nos enseña
cuando añora el pasado;
cuando muestra su pena…
Cuando sangran los astros.
Pablo Fernández de Salas