Trabajo y resaca

A nadie le gusta la horrible sensación que supone levantarse con ese martilleo que duele como si las neuronas estuvieran haciendo reformas en nuestro cerebro, y que nos deja tan desorientados como al leer una frase demasiado larga cuando no se está prestando la suficiente atención. Un palpitar constante, un mareo repentino cuando giramos la cabeza en busca de agua y el deseo de cerrar los ojos y esperar a que pase la tormenta. Pero no es la bebida la única capaz de destrozar nuestra mente hasta ese extremo. A veces nos sumergimos tanto en una tarea que nos obcecamos y no somos capaces de reaccionar ante las señales de alarma que empiezan a aparecer, como por ejemplo que el reloj marque las dos de la madrugada cuando todavía no nos hemos levantado ni para preparar la cena.

Esta obsesión casi repentina por llegar hasta el fondo de un asunto es frecuente en algunos científicos. Podría pensarse que es el producto de su amor por su trabajo, pero dudo mucho que estos episodios sean saludables. Un buen científico tiene que saber encontrar el justo equilibrio entre su trabajo y otros aspectos de la vida, incluso si ello implica levantarse del escritorio, tras largas horas de dedicación, sin haber resuelto el problema. Después de todo, a nadie le apetece despertarse sin saber si las punzadas de dolor son el producto de una noche de fiesta o el resultado de un sobreesfuerzo innecesario.

Los parámetros de la resaca

Abre la puerta a los sonidos
que empañan la mirada ausente;
cualquier cosa es un sinsentido
para mi adormilada mente:
pensar no puede.

El recuerdo se filtra en gotas
que a ritmo lento se desprenden.
Poco a poco nacen y engordan;
se inflan, brillan y se mecen.
Caen… Y mueren.

Aroma a un café matutino,
el portátil, unos papeles.
Las llaves, el despacho, ruidos.
Ecuaciones, risas y gente.
Cerveza fuerte.

El trabajo embota su juicio,
la resaca asalta mi mente.
Burbujas de alcohol impreciso
que enturbian un bosquejo en ciernes.
Dolor latente.

La memoria es un laberinto
que se expande salvaje y crece.
Mil espinas, verjas con pinchos
y bocas que aferran sus dientes.
Y luego muerden.

Números que en la cama yacen,
botellín cuyo vapor duele.
Mi cerebro la escena barre
y tras la puerta el polvo extiende.
Cierra… Y duerme.

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Pablo Fernández de Salas

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