En los días más próximos al solsticio (ya pasado) de verano, el sol describe un arco muy curioso en las latitudes más elevadas. Sale muy cerca del norte, ligeramente hacia el este y poco después de la medianoche; luego se pasea hacia el sur, donde alcanza su mayor altura, y por último emprende un perezoso descenso que lo sitúa levemente hacia el oeste del horizonte septentrional, poco antes de la medianoche. Cuando las campanas que indican el cambio de día emiten su sonido imaginario, el sol descansa bajo el confín de la Tierra, pero su espíritu dormido tiñe de rojo el cielo boreal, avisando de su pronto regreso.
Hace ya unas semanas que escribí el siguiente poema, durante un vuelo tardío desde España hasta Estocolmo. Poco después de despegar, la noche se fue preparando en el este: el cielo apagaba su color y los humanos encendíamos nuestras bombillas sobre la Tierra. Sin embargo, la imagen que ofrecía el horizonte en las ventanillas que daban al oeste era muy distinta. Pese al transcurrir de las horas, los enrojecidos ojos del anochecer no acababan de conciliar el sueño, e, inquietos, miraban poco a poco hacia el norte. Al final, el avión llegó a su destino envuelto en un extraño fenómeno: el de un atardecer que se había ido transformando, vigilado desde las alturas, en un amanecer tempranero.
Volando hacia el amanecer
Estos versos no son más que un recuerdo
encorsetado a lomos de una silva,
entre sorbos amargos de gris rima
y volando a kilómetros del suelo.
El veintiséis de junio
cierra sus puertas camino de Suecia.
Es 2021,
The Cranberries reposa en mis orejas
y amortigua otros ruidos.
El futuro me espera;
incierto, latente, emocionado.
Hoy mi vida se encuentra
en un valle de caminos cerrados,
en marisma de anegados meandros,
en un sueño como un dios y un esclavo.
Las estrellas despiertan.
Las ciudades lucen sus lentejuelas.
Hacia el este me saluda la noche.
Mientras, tras la ventanilla al oeste
el día aún se pone.
Desde el cielo observo la encrucijada:
la voz de los extremos;
sus luchas, sus tensiones y sus celos.
Desde el cielo, mi vida se detiene;
la sangre en el oeste
y el reclamo de farolas al este.
El norte se me antoja despejado,
donde duerme la aurora.
En su velo deposito mi sueño.
Mi futuro. Mi ahora.
Los minutos pasan; la Tierra gira,
y el avión se desplaza con sudor de turbinas.
Poco a poco, los fuegos del destino
alcanzan la frontera boreal;
la medianoche a punto de sonar;
los motores buscando un respiro.
Ante mí, se aleja la oscuridad
y amanece un atardecer tardío.
Pablo Fernández de Salas