Aprovechando la tranquilidad que ofrece el verano, mi cuerpo descansa sobre el tapete natural de una isla. Es una isla pequeña justo al comienzo del archipiélago de Estocolmo, pero las caricias que el mar le dedica son tan afectuosas como las que brinda al resto de sus hermanas. El tiempo acompaña. Mi imaginación sale a pasear por las calles, bordeando la costa, dejando a un lado las casas de madera tan típicas del país, con sus tonos granates, y desviándose para pasar por las zonas arboladas; siempre sin perder de vista el mar y las orillas de otras islas cercanas. Sin aviso previo, los personajes de la historia salen a escena y actúan para la imaginación. El escenario es propicio para un romance. Sin embargo, apenas se ha establecido el enredo cuando mi cuerpo reclama su imaginación perdida. Unas mariposas revolotean a mi lado, llevándose consigo la historia, que ahora es parte de la isla.
Fjäderholmarna
Las barcas se bambolean
sobre los mimos del agua,
que acaricia sus maderas
y a los patos que las guardan.
Las gaviotas, vigilantes,
patrullan el cielo azul,
atentas a los viandantes
que disfrutan de la luz.
Las rojas casas de bosque,
los árboles de esperanza,
el clima de estío norte
y su reflejo en las aguas;
el archipiélago brilla
bajo el hechizo del sol,
enamoradas sus hijas
desde Estocolmo a estribor.
Desde Estocolmo a estribor,
con la vista fija al norte;
verde y rojo su sabor;
oro y azul sus olores.
En la quietud de la tarde
dibujo con mis palabras,
cerca de barcos fantasmas,
lo que me ofrecen las calles.
Lo que me ofrecen las calles
que acaban besando el agua,
al amparo de las aves
y sus constantes alarmas.
Lo que me ofrecen las calles
entre arrugas empedradas,
con sus pieles ondulantes
llenas de pecas humanas.
Lo que me ofrecen las calles
y los terrenos que abarcan,
desde el verdor de los árboles
hasta la nube más blanca.
Lo que me ofrecen las calles
y sus venas encalladas,
tan cerca de amar los mares,
pero siempre en su calzada.
Unas mariposas juegan
libando de flor en flor;
verde, azul, blanco y violeta
en una foto sin voz.
Los sonidos se acomodan
entre sábanas de viento,
y los colores se posan
sobre las ramas del sueño.
Un, dos; un dos; los latidos.
Manecillas de un reloj.
Suspiros. Un, dos; un dos.
¿Qué ha pasado? Ya te has ido.
Un reflejo de alas blancas;
el rugir de unos motores;
las horas, que en paz descansan;
el viento, hojas y flores.
Pablo Fernández de Salas