Soneto de insomnio

Cuando el día se desvanece y el sol se acuesta, pero nuestro cerebro se atasca en un desagradable ralentí, los segundos dan paso a las horas en la densa atmósfera de la vigilia. Probamos un lado de la cama; el otro; una nueva postura que relaje nuestro cuerpo y, si puede ser, también la mente. Nos incorporamos para estirar la espalda; bebemos agua; vamos al baño; damos un paseo por las habitaciones dormidas, no sea que entre las sombras de la casa se encuentre la llave de nuestro descanso. Contemplamos la luna, las farolas, la calle deshabitada. Picamos algo; leemos, y nos atascamos en el mismo párrafo, que pasa como un fantasma ante nuestros ojos, sin ofrecernos más que un extra de minutos perdidos frente al sueño. Entonces nos damos por vencidos y, a veces, buscamos la complicidad de un trozo de papel y un poco de tinta con la que mancharlo.

Soneto de insomnio

Hoy el suspiro me sale del alma
como la luz de las estrellas sale,
esas gotas de sangre siderales
yendo del fuego hacia infinita nada.
Buscando a ese dios que la vida ensalma
sin demandar obsequios ni reales,
así mi cansancio ofrenda agua, sales
—no sea que funcione— y blanca palma.
Pero no hay dios que palabra pronuncie,
ni señal que su voluntad valide,
ni milagro que su presencia anuncie.
Tan solo silencio mientras decide
la noche, antes que el sueño renuncie,
si concede descanso a quien lo pide.

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Pablo Fernández de Salas

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