El mundo nos parece pequeño cuando nos sentimos llenos de energía que no podemos o no sabemos cómo emplear. Es una energía extraña, forastera, no acostumbrada a nuestro cuerpo, cuyas células se resisten intentando quemar a la intrusa antes de ser ellas las consumidas. Es una fuerza parásita que aturulla nuestra mente, baraja las neuronas y las reparte con una imprecisión exquisita. Es una parte de nosotros que pugna por ser liberada, por hacerse grande, inflarse hasta explotar y expandirse como el aire alcanzando los confines de la atmósfera. Grita, se retuerce, patalea y muerde con saña en nuestro interior. Y nos es imposible ignorar sus quejidos, desoír su enojo, desestimar su presión contra los límites de nuestro ser. Pero, al igual que le ocurre a esta desconocida que se ha apoderado de nuestro cuerpo y ha saboteado nuestra mente, tampoco nosotros podemos deshacernos de la presa invisible que nos atenaza, ni, por ello, satisfacer el instinto libertador de su locura. El cielo exhibe la independencia azul de una promesa, un doloroso espejismo que absorbe nuestra fuerza con el ímpetu de una llamada que nunca podremos atender.
El rugir de tu cabeza
El azul espera, alto,
tras la alfombra gris y densa,
esa cortina que oculta
lo que tus deseos sueñan,
esa pantalla que cubre
y aprisiona tus ideas,
esa cadena que atrapa
la libertad de tus piernas.
El azul de tus anhelos
en tu imaginación queda,
inalcanzable su grito
para una garganta en quiebra,
con sus dineros perdidos
lejos, allende la niebla,
más allá de su mantilla,
dejando atrás la peineta.
Quisiera volar tu rostro;
correr tus pies ya quisieran,
ser la furia del tornado,
traspasar esa barrera;
tus manos, batirse en duelo;
tu rabia, lanzar su fuerza,
y tu corazón violento
enarbolar su bandera.
Pero te encoge la tierra,
raíz con raíz envuelta;
la densidad de su fango;
su inquebrantable frontera;
el zumbido de su encanto;
la quietud que reverbera:
esa que de asfixia mata
el rugir de tu cabeza,
tu voluntad estancada,
tu muda y sorda fiereza.
Pablo Fernández de Salas