La desnudez del arce

Una de las razones por las que el ser humano se ha impuesto en el planeta Tierra es su capacidad de vivir en sociedad. Ninguno de sus individuos es capaz de concentrar en sí mismo todo el conocimiento acumulado por cientos de generaciones, y este conocimiento no hubiera alcanzado su desarrollo actual sin el apoyo de una estructura que le permite ser compartido más allá de los límites de unos pocos individuos. Gracias a la sociedad, el nivel de conocimiento de la raza humana avanza con el paso de los años, mejorando con cada descubrimiento, expandiendo sus fronteras generación tras generación.

Sin embargo, vivir en sociedad también conlleva adolecer de sus fracasos. Somos tan partícipes de los éxitos como de los reveses de nuestra sociedad, y nuestra es la responsabilidad tanto de promover los primeros como de evitar los últimos, aunque no seamos más que una hoja en el bosque. Es inevitable sentirse desnudo ante la inmensidad de la espesura; preguntarse si los pequeños logros personales verdaderamente merecen la pena; cuestionar nuestra propia felicidad mientras tantos otros en el mundo viven privados de ella, o nuestras propias frustraciones, que a tan pocos afectan.

La sociedad nos da cobijo, nos ofrece la sabiduría de nuestros ancestros y lo aprendido de sus errores, pero también nos atrapa en el interior de un flujo que limita nuestro movimiento, guía nuestra forma de pensar e incluso nos empuja a ignorar lo que ocurre en otras comunidades de nuestra entreverada raza.

La desnudez del arce

Mientras el rebaño de nubes
que pasta en las tierras de Ámsterdam
me despide hasta la próxima,
siento que los vientos me arrastran
hasta un arce que se deshoja.
Sus ramas fuertes y dispares.
Sus raíces cortas y abiertas.
Su tronco abultado y danzante
de tantas ráfagas errantes
y todos los cambios de tierra.
La caspa corinta en el suelo
refleja el sangrar de los sueños
incumplidos y la vergüenza
de aquellos que sí se cumplieron.
Pues ¿qué son las hojas de un árbol
frente a un bosque que también sangra?
Lejos queda el suelo de Ámsterdam
con su voluptuoso rebaño.
Y aún más lejos cualquier patria
en cuyo suelo las raíces
del arce se vieran ancladas.
Lejos, lejos en la distancia
que el avión y su soledad
imponen frente a la crueldad
y el sol de las vidas humanas.
Lejos, flotando con los vientos
que rondan sin descanso al árbol,
deshojando sus verdes sueños,
desnudando su soledad,
para que brille en libertad
en el bosque que se desangra.

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Pablo Fernández de Salas

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