Es curioso cómo olvidamos que vivimos en perspectiva. No es que el recuerdo desaparezca para siempre de nuestras memorias, eso no, pero sí es inusual que nos acordemos de cómo hemos vivido tal o cual experiencia cuando fuimos más jóvenes. No hace falta regresar a nuestras infancias, ni siquiera a esa juventud cada vez más distante, para encontrar momentos que se repiten, situaciones que ya hemos vivido, pero que ahora no percibimos como lo hicimos en el pasado.
El tiempo y la vida nos cambia, y este cambio afecta a nuestra perspectiva. Y, por razones que no vienen al caso, últimamente me he encontrado pensando en esa perspectiva desde un punto de vista (sí, desde una cierta perspectiva) que tiene mucho que ver con el tamaño y los límites de nuestros hogares. Hogares que, en cierto modo, pueden extenderse mucho más allá que nuestro planeta, pues según cómo los percibamos son, o han sido, todo lo que constituye nuestro mundo.
Aquellas casas enormes
Paseando en mi despensa,
donde se cura el pasado,
encuentro entre las conservas
recuerdos distorsionados.
El tiempo ha hinchado sus bordes
y ha engrandecido sus vetas,
que brillan descontroladas
en proporciones inmensas.
Las paredes dilatadas,
de cuarto a cuarto un desierto,
las mesas como montañas
y en una casa mi reino.
En botellas más recientes
aún brillan otros recuerdos,
su resplandor apagado
a un paso de echar el velo.
Aquí las mesas son mesas
y ya no hay reinas ni reyes,
pero tampoco hay barreras
que a la imaginación cierre.
¿Qué ha sido de aquel espacio
que se alojaba en mi casa,
que convivía en silencio,
pero el hogar ensanchaba?
¿Qué ha sido de aquellos metros
que mis recuerdos llenaban,
que desempolvo hoy tan quietos
entre conservas cerradas?
Los estantes del presente
parecen no tener botes
donde aparezcan de nuevo
aquellas casas enormes.
Pablo Fernández de Salas